Indígenas, Afros, Mujeres, Infancias y Adolescencias: Cuando la democracia se juega en el trato a su población más vulnerada
Hay episodios políticos que funcionan como radiografías éticas: muestran, de golpe, cuáles son las convicciones reales de un país más allá de sus discursos. Uruguay atraviesa hoy uno de esos momentos. La citación policial a tres integrantes del Consejo de la Nación Charrúa (CONACHA) por supuestos actos de “vandalismo” -grafitis con consignas históricas como “Rivera genocida” o “Salsipuedes no olvida”- constituye un paso grave hacia la criminalización de la militancia étnico-racial.
Es un paisaje de otro mundo. No sólo porque es indigno de un país que se precia de su institucionalidad democrática, sino porque reactiva modos de persecución política que creíamos sepultados con la dictadura. Que se pretenda instalar miedo y disciplinamiento mediante el sistema penal contra activistas indígenas de larga trayectoria y reputación intachable no es un hecho aislado: es un síntoma.
Es el autoritarismo y la criminalización selectiva, como un arma política antigua aplicada a causas nuevas.
Resulta paradójico que, en el marco de los 40 años de recuperación democrática, un cartel sea tratado con más urgencia penal que los reclamos históricos de un pueblo sobreviviente al genocidio de Salsipuedes.
Los grafitis, que han acompañado durante décadas la disputa por la memoria histórica en todo el país, jamás habían motivado citatorias policiales. Pero hoy sí, justamente cuando CONACHA avanza -con legitimidad, estudios, y trabajo institucional serio, incluso a nivel de intercambio internacional en procesos como: el reconocimiento indígena en Uruguay, la ratificación del Convenio 169 de la OIT, la demanda de disculpas públicas del Estado, y la revisión crítica de la figura de Fructuoso Rivera desde un enfoque de derechos humanos. Es decir: cuando están más fuertes políticamente se les ataca con golpes bajos.
No sorprende, entonces, que la presidenta de CONACHA hable de “ataque directo” para entorpecer el trabajo de los inchalás. Y tiene razón. La negación de la identidad indígena ha sido política de Estado durante más de un siglo; que hoy haya avances concretos incomoda a sectores conservadores.
Por eso es tan significativo que se intente deslegitimar a un movimiento que, con altura, exige un debate nacional sobre Rivera y el papel genocida de su gobierno. Un debate que, por cierto, buena parte de la ciudadanía está dispuesta a dar: la sociedad sí está preparada; quienes no lo están son aquellos cuyo poder se afirma en la narrativa única de los vencedores.
Son violencias que se conectan y a veces interseccionan las de odios hacia indígenas y afros, mujeres, infancias y adolescencias. Entonces este no es un episodio aislado. Es parte de un clima político y cultural donde los sectores históricamente vulnerados -pueblos indígenas, población afrodescendiente, mujeres, infancias y adolescencias- siguen enfrentando formas renovadas de violencia estructural.
Autoridades del Ministerio del Interior recordaron esta semana que cada 12 minutos una mujer denuncia violencia de género en Uruguay. Esa cifra habla sola. Y aunque haya cierta estabilización, la estabilización de una tragedia social no es consuelo: es un llamado urgente a transformar las condiciones que la producen pues el flagelo se ha instalado.
Se anuncian avances como el dispositivo Élida 360, pensado para reforzar la protección de víctimas con riesgo bajo o medio, y es positivo. Ampliar canales de denuncia sin tener que ir a una comisaría, priorizar llamadas al 911, acompañar con chatbot y servicio telefónico, y atender mejor lo rural y lo digital, es parte de la respuesta.
Pero la violencia contra las mujeres -como la violencia racista y la violencia estatal- no se resuelve sólo con tecnología. Se resuelve con voluntad política, con recursos reales, con capacitación profunda, con perspectiva de género e interseccionalidad en todas las instituciones. Y con un cambio cultural que no se consigue persiguiendo indígenas ni negando memorias históricas.
¿Por qué unir estas luchas? Porque las violencias comparten raíz.
Cuando un Estado o un partido político reacciona con contundencia ante una pintada, pero con tibieza ante la violencia de género, racial o histórica, nos está diciendo algo sobre sus prioridades.
Cuando se niega el genocidio indígena pero se homenajea al responsable, se está construyendo un relato nacional que excluye a parte de su población.
Cuando mujeres, afros, indígenas, niñas, niños y adolescentes son los cuerpos donde se ensaya la fragilidad democrática, no estamos ante problemas “sectoriales”: estamos ante un problema de Estado.
La democracia también se mide por a quién se criminaliza y a quién se escucha.
Es imprescindible defender el derecho a la protesta, a la memoria, a la identidad y a la expresión crítica. La Policía, la Fiscalía y el sistema político deben ser extremadamente cuidadosos en no reproducir viejas prácticas de persecución bajo nuevas etiquetas.
Porque si algo ha demostrado la historia es que la criminalización de las minorías nunca empieza por hechos graves: empieza por actos simbólicos. Y cuando se naturaliza, ya es tarde.
Un país que se precie de democrático debe proteger a quienes alzan la voz, no a quienes buscan silenciarlas.
Uruguay tiene hoy la oportunidad de elegir: o avanza hacia un país que reconoce sus pluralidades, o retrocede hacia una democracia de papel que celebra aniversarios pero se incomoda cuando le recuerdan sus heridas.
El Frente de Género Violeta Setelich que este año homenajea a Don Pepe Mujica en su caminar por los derechos humanos de la población más debilitada, sostiene que no hay lucha aislada.
La defensa de las mujeres frente a la violencia, la defensa de los pueblos indígenas frente al negacionismo y la criminalización, la defensa de las infancias y adolescencias frente a las desigualdades estructurales, y la defensa de la población afro frente al racismo institucional son una misma causa: la defensa del derecho a existir con dignidad.
Porque un país que aún persigue a sus charrúas, desoye a sus mujeres y precariza a sus niñas y adolescentes es un país que aún no comprendió que la democracia es mucho más que votar: es garantizar igualdad, memoria, justicia y protección efectiva para todas las personas.
SUSANA ANDRADE




