domingo, 6 de julio de 2025

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CULTOS AFRO Y LA UNIÓN AFRICANA

Un llamado a la Reconexión Espiritual, Política y Transcontinental

Los cultos afro en América Latina -Candomblé, Umbanda, Batuque, Santería, Palo Monte, Ifa, Kimbanda entre otros- son más que expresiones religiosas: son territorios simbólicos de resistencia, herencia viva del África ancestral y respuesta cultural a siglos de colonización, esclavitud y silenciamiento. En cada tambor que suena, en cada ofrenda a los orixás, inkisis, o loas, se afirma una identidad que ha sido negada, perseguida, torturada, invisibilizada, y a pesar de eso nunca se extinguió.

La Umbanda, religión afroamericana legendaria con su impronta afrobrasileña, es manifestación viva de la resistencia espiritual y cultural de los pueblos afrodescendientes, herederos del legado ritual milenario de las víctimas del tráfico humano. En su sincretismo se entretejen elementos del Africanismo, Cultos Indígenas, Espiritismo Kardecista y Cristianismo, aunque su raíz profunda se adentra en el continente negro: en sus orixás resuenan los ecos de los ancestros esclavizados, de los pueblos yoruba, bantú, yeye, y otros que, arrancados de la Tierra Madre, supieron preservar en América sus cosmovisiones, saberes y ritos ceremoniales.

En este contexto, la noción de la Sexta Región de la Unión Africana -que reconoce como parte del cuerpo político y cultural del continente a la diáspora africana esparcida por el mundo- cobra especial relevancia. No se trata únicamente de religiosidad ni de una reivindicación identitaria, sino de un factor sociopolítico determinante para articular la memoria, el derecho a la reparación y el protagonismo de los pueblos afrodescendientes en el diseño y construcción de un futuro compartido y auténtico.

Lo Afro Sagrado en su esencia inclusiva, profundamente humana y ecológica, puede y debe vincularse con esta iniciativa de plataformas políticas reparatorias en términos de equidad racial.

Las comunidades afro religiosas, desde América Latina y el Caribe, tienen el deber histórico de reconocerse como parte activa de la diáspora africana. Sus prácticas litúrgicas, su ética de justicia y veneración a la naturaleza, y su mensaje de respeto a la diversidad humana y sus mundos no visibles, son aportes significativos a un proyecto de unidad transcontinental.

Articular cosmología afro con la Sexta Región, es afirmar que la espiritualidad también es política. Es tender puentes entre continentes, visibilizar los aportes africanos a nuestras sociedades, y hacer del culto una forma de diplomacia cultural. Es una oportunidad de reconexión con África no solo como pasado, sino como presente transformador y destino compartido.

Hoy más que nunca, los terreiros deben ser también espacios de conciencia panafricana. Porque, como nos enseñan los Orixás, no hay espiritualidad sin justicia, ni libertad sin memoria. En ese marco, la propuesta de la Sexta Región de la Unión Africana representa una posibilidad histórica: pues por primera vez, la diáspora africana global es valorada como parte estructural del continente madre. No como un apéndice, sino como una región más; con voz, con agenda, con derechos. Este reconocimiento interpela directamente a las comunidades practicantes de religiones afro en regiones caribeñas y en las américas invadidas, que han sido guardianas silenciosas de un legado espiritual que une continentes.

Integrar los cultos afro al proyecto político de la Sexta Región, implica entender que la espiritualidad también construye ciudadanía y pertenencia. Estas filosofías del mundo trascendente y sus expresiones de fe basadas en las fuerzas naturales, no son sólo acervo de tradiciones religiosas: son parte de una diáspora con historia, con memoria colectiva y con un papel activo en la construcción de puentes entre África y sus hijos dispersos.

En lenguaje institucional; la Unión Africana (UA) creada en el 2002 como sucesora de la Organización para la Unidad Africana (OUA), está compuesta por los 55 estados miembros que conforman el continente africano pensado en cinco regiones geográficas. Estos países trabajan juntos para abordar desafíos comunes como la paz y la seguridad, el desarrollo socioeconómico, la gobernanza y los derechos humanos. Esta integración responde a la necesidad de los países africanos de fortalecer la unidad y la cooperación, superar las divisiones históricas y las provocadas por los poderes coloniales capitalistas, descolonizar las mentes y las realidades y promover la solidaridad entre los estados, avalar el desarrollo impulsando el crecimiento económico y social del continente a través de la cooperación en comercio, educación, salud y otros sectores. También busca garantizar la convivencia y el equilibrio socio económico trabajando para prevenir y resolver conflictos, promoviendo la estabilidad en la región. Abordando metas comunes, actuando como plataforma para que los estados miembros puedan enfrentar de manera conjunta los conflictos que afectan a todo el continente, como el cambio climático, la pobreza endémica y las enfermedades.

La «Sexta Región» de la Unión Africana refiere a la Diáspora Africana, es decir, las personas de origen africano que viven fuera del continente, reconociéndola como una extensión del continente, unificándola bajo un mismo proyecto político y cultural. Una visión de desarrollo y unidad afrocentrada, un reconocimiento de los lazos culturales, históricos y políticos que unen a las personas de origen africano en diferentes partes del mundo. En resumen; es una plataforma para la acción común, buscando la unidad, el desarrollo, la armonía y la confianza en el continente.

Visualizando que dividirnos también fue y es una estrategia política supremacista de destrucción para la fácil depredación de las riquezas territoriales y de nuestras gentes.

La UA considera a la diáspora como un recurso valioso y una oportunidad para la participación en el desarrollo del continente. Engloba a personas de origen africano que residen en otras partes del mundo, independientemente de su ciudadanía o nacionalidad. El reconocimiento de la diáspora como Sexta Región, busca fortalecer la participación en los órganos y actividades de la UA, así como fomentar su implicación en el desarrollo de África.

Hoy, en un contexto de creciente racismo estructural y neocolonialismo cultural, los cultos de matriz afro pueden ser vehículos de empoderamiento, diálogo y soberanía emocional. Reconocerse como parte de la Sexta Región es recuperar la dignidad robada, es asumir una posición de interlocución con África, y es consolidar un eje espiritual-político que reivindique la cultura negra no solo como pasado, sino como proyecto de futuro con espiritualidad, identidad y una política transcontinental que nos hermane en las reivindicaciones y en las propuestas.

África es la Madre que nos llama, no solo con la sangre, sino también con la fe. Los cultos afro, perseguidos, demonizados, invisibilizados, pueden ser el canal más potente de esa reconexión necesaria, de esa herramienta decolonial y contra hegemónica que nos reivindique como pueblo afrosoberano para unir destinos de derechos humanos respetados y reparados.

Uruguay es portador del Ubuntu universal africano y estamos para colaborar.
Porque donde hubo dolor, hoy debe haber alianza.
Y donde hubo silencio, debe haber voz.


Susana Andrade  


Descolonizar las palabras para cambiar la Historia

La historia oficial —esa que aprendimos de memoria y repetimos como dogma— no fue más que una maquinaria narrativa al servicio del poder. Una historia escrita por los vencedores que legitimó invasiones, esclavitud, saqueos y crímenes contra la humanidad, bajo la apariencia de “civilización”.  Esa historia también se construyó con palabras. Palabras que aún hoy arrastran sentidos coloniales, jerárquicos y supremacistas.

Una de las herramientas más eficaces de la colonización fue el lenguaje. No solo se impuso una lengua, sino una manera de nombrar y de ver el mundo. Lo que no se nombraba desde ese modelo, no existía. Lo que se nombraba “desde afuera”, era inferior, bárbaro, profano. Y así, las religiones de los pueblos originarios y afrodescendientes fueron etiquetadas como “paganismo”, “idolatría” o “superstición”, mientras que la religión católica —traída por los colonizadores— se instaló como la norma, la medida de lo sagrado.

Hasta hoy seguimos atrapados en esa lógica. Hablamos de “religiones históricas” como si solo las creencias impuestas por las monarquías europeas tuvieran legitimidad en el tiempo. Pero nuestras espiritualidades también tienen historia: una historia negada, silenciada, perseguida. Una historia que fue interrumpida por la violencia colonial, pero que no murió. Hablar de religiones históricas es perpetuar la idea de que hay creencias con más derecho a existir, a ser respetadas o institucionalizadas. ¿Por qué no decir, en cambio, religiones dominantes, de matriz imperial, o tradiciones impuestas por el poder?

Cuestionar las palabras no es un juego semántico, es un acto político. Nombrar de otra manera es resistir. Es volver a existir.

Palabras como profano, secular o ecuménico siguen siendo categorías nacidas del cristianismo europeo. Incluso cuando pretenden incluir o dialogar, lo hacen desde un centro que sigue siendo el mismo. ¿Qué lugar queda entonces para las espiritualidades que no separan lo sagrado de lo cotidiano? ¿Para los pueblos que no dividieron nunca entre templo y tierra, entre lo divino y lo humano?

Proponer términos como espiritualidades diversas, religiones no hegemónicas, saberes de raíz ancestral o nombrar directamente nuestras prácticas (Umbanda, Candomblé, espiritualidades andinas, mapuches, guaraníes, afrodescendientes) es empezar a correr ese eje. No será fácil justamente porque es importante. El lenguaje está estructurado para sostener el modelo dominante. Por eso mismo, cambiarlo tiene tanto poder.

Decir que algo es “minoría” también puede ser una forma de reducirlo, de hacer que parezca menos valioso, menos completo, menos digno. No es solo una cuestión de números: es una cuestión de lugar simbólico. Por eso es urgente abandonar esa nomenclatura y empezar a reconocer la riqueza de las espiritualidades que fueron históricamente subalternizadas. Dejar de verlas como “otras” respecto a una supuesta norma, y comenzar a pensarlas en sus propios términos, desde sus propias raíces.

Decolonizar el lenguaje es, en definitiva, descolonizar el pensamiento. Y eso implica revisar cada palabra, cada categoría, cada definición aprendida. Implica dejar de repetir lo que nos enseñaron como si fuera verdad universal, y empezar a construir otra forma de nombrar, y por lo tanto, de existir. No es menor. Nunca lo fue. 


                                                                                                           

                                                              Susana Andrade