domingo, 6 de julio de 2025

Descolonizar las palabras para cambiar la Historia

La historia oficial —esa que aprendimos de memoria y repetimos como dogma— no fue más que una maquinaria narrativa al servicio del poder. Una historia escrita por los vencedores que legitimó invasiones, esclavitud, saqueos y crímenes contra la humanidad, bajo la apariencia de “civilización”.  Esa historia también se construyó con palabras. Palabras que aún hoy arrastran sentidos coloniales, jerárquicos y supremacistas.

Una de las herramientas más eficaces de la colonización fue el lenguaje. No solo se impuso una lengua, sino una manera de nombrar y de ver el mundo. Lo que no se nombraba desde ese modelo, no existía. Lo que se nombraba “desde afuera”, era inferior, bárbaro, profano. Y así, las religiones de los pueblos originarios y afrodescendientes fueron etiquetadas como “paganismo”, “idolatría” o “superstición”, mientras que la religión católica —traída por los colonizadores— se instaló como la norma, la medida de lo sagrado.

Hasta hoy seguimos atrapados en esa lógica. Hablamos de “religiones históricas” como si solo las creencias impuestas por las monarquías europeas tuvieran legitimidad en el tiempo. Pero nuestras espiritualidades también tienen historia: una historia negada, silenciada, perseguida. Una historia que fue interrumpida por la violencia colonial, pero que no murió. Hablar de religiones históricas es perpetuar la idea de que hay creencias con más derecho a existir, a ser respetadas o institucionalizadas. ¿Por qué no decir, en cambio, religiones dominantes, de matriz imperial, o tradiciones impuestas por el poder?

Cuestionar las palabras no es un juego semántico, es un acto político. Nombrar de otra manera es resistir. Es volver a existir.

Palabras como profano, secular o ecuménico siguen siendo categorías nacidas del cristianismo europeo. Incluso cuando pretenden incluir o dialogar, lo hacen desde un centro que sigue siendo el mismo. ¿Qué lugar queda entonces para las espiritualidades que no separan lo sagrado de lo cotidiano? ¿Para los pueblos que no dividieron nunca entre templo y tierra, entre lo divino y lo humano?

Proponer términos como espiritualidades diversas, religiones no hegemónicas, saberes de raíz ancestral o nombrar directamente nuestras prácticas (Umbanda, Candomblé, espiritualidades andinas, mapuches, guaraníes, afrodescendientes) es empezar a correr ese eje. No será fácil justamente porque es importante. El lenguaje está estructurado para sostener el modelo dominante. Por eso mismo, cambiarlo tiene tanto poder.

Decir que algo es “minoría” también puede ser una forma de reducirlo, de hacer que parezca menos valioso, menos completo, menos digno. No es solo una cuestión de números: es una cuestión de lugar simbólico. Por eso es urgente abandonar esa nomenclatura y empezar a reconocer la riqueza de las espiritualidades que fueron históricamente subalternizadas. Dejar de verlas como “otras” respecto a una supuesta norma, y comenzar a pensarlas en sus propios términos, desde sus propias raíces.

Decolonizar el lenguaje es, en definitiva, descolonizar el pensamiento. Y eso implica revisar cada palabra, cada categoría, cada definición aprendida. Implica dejar de repetir lo que nos enseñaron como si fuera verdad universal, y empezar a construir otra forma de nombrar, y por lo tanto, de existir. No es menor. Nunca lo fue. 


                                                                                                           

                                                              Susana Andrade

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