Nota de Revista Paula - El País - Periodista Karina Spremola


Mientras la mayoría de cultores y allegados se agolpaba en la playa Ramírez, la mae Susana Andrade, su familia –el pai Julio Kronberg con sus hijos Germán y Naomi Kronberg– y algunos amigos, fieles umbadistas e integrantes del colectivo Atabaque, tenían todo pronto para el culto a Iemanjá lejos del mundanal ruido. La lluvia que durante buena parte del día no había dado tregua y la situación de alerta meteorológica anunciada para horas después hicieron inviable la intención de embarcarse mar adentro. “Otra vez será”, dijeron a coro.
Limpiar la zona y tender la mesa es parte de la ceremonia que rinde homenaje a la reina madre de los mares. Pero antes, indica el protocolo, hay que encenderle una vela roja y negra a Exu, el dueño de los caminos, el orixá del movimiento, el propietario de las llaves para penetrar en los secretos del mar. “Siempre le pedimos permiso”, advirtió mae Susana. “A é conviene tenerlo siempre contento”. Enseguida, las enormes canastas decoradas se mezclaron entre las rocas ostentando todo aquello que, dijeron, le gusta a Iemanjá.
Comienza el rezo y la sacerdotisa, después de frotar sus manos, es quien lleva –literalmente– la voz cantante mientras su hijo Germán la acompaña con el tambor y el resto hace coros. Los cantos son en portugués, pero cada pocas estrofas puede entenderse que dicen Iemanjá, a rainha do mar.
La primera ofrenda es el pop. Cientos de palomitas de maíz se arrojan con virulencia y se sumergen en las aguas. Después vienen las frutas –sandías, melones, duraznos, todos cuidadosamente ornamentados–, la miel, la sidra, los merengues, los perfumes y las velas amarillas. La diosa es muy femenina, aclaran, y como a cualquier mujer, le encanta recibir regalos.
Las flores quedan para el final. Cada ramo –son más de diez y cual más abundante y generoso– sirve para que mae Susana recorra el cuerpo y bese las manos de sus fieles, que entonces sí estarán listos para hacer sus ofrendas al mar. Una vez que todo ha sido entregado, ella cierra sus ojos y abre sus brazos para dar las gracias. A esa altura el sol ya está casi sobre el horizonte y un pequeño altar quedará en las rocas como mudo testigo de una ceremonia sencilla, auténtica y comprometida que no ha hecho otra cosa que rendir culto a la naturaleza.

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